Allí
en esa esquina rota, sucia, vieja, había un mendigo. Todos los días
la gente pasaba, mientras el yacía, casi inmóvil, tiritando de
frío. La humedad del suelo helaba sus huesos, y entonces no podía
dormir. Permanecía allí acostado, adolorido, hambriento y
congelado.
Veía
pasar cientos de pies por día, no importaba a que hora, pasaban
siempre. Ruidosos tacos, delicados mocasines, gastados zapatos que
los mas jóvenes arrastraban, piecitos pequeños, de niños, que
demoraban su paso al pasar por ahí. Pero todos pasaban al fin y al
cabo, una y otra vez, cada día, a cada rato, y nadie miraba al
mendigo, nadie se detenía frente a él.
Era como una figura
estampada al suelo, al paisaje, era parte de la esquina, era un
poste, tal vez una molestia para muchos ojos.
Nadie jamás se
detuvo, nadie nunca le dio comida, dinero, abrigo, ni los buenos
días. Nadie sabía su nombre, ni su edad, ni como fue a parar
allí.
Pero todos tenían la cabeza demasiado levantada para bajar
los ojos y mirarlo. Todos tenían saliva para escupirlo, un sermón,
un discurso moral, un insulto, una palabra para juzgarlo.
Una
noche cayó la lluvia, y allí en esa esquina rota, sucia, vieja,
había un mendigo. Abriendo la boca al cielo para saciar su sed,
recibiendo más humedad para sus huesos, más frío para seguir
tiritando. Un buen
baño juzgarían
los que pasaban a su lado, cubiertos con paraguas.
La lluvia no
cesaba, llovió toda la madrugada, y el mendigo seguía allí
acostado, adolorido, hambriento y congelado. Ahora también
mojado.
Era como un capullo -un capullo que posiblemente no
logrará jamás volar como mariposa-.
Allí en esa esquina rota,
sucia, vieja, había un mendigo. Permanecía allí cuando amaneció,
acostado, pero ahora sin dolor, sin hambre, sin tiritar de frío, sin
mirar pasar tantos pies, con medias y zapatos que el no tenía.
Días
después, allí en esa esquina rota, sucia, vieja, ya no había un
mendigo. Nadie se extrañó de su ausencia. La gente seguía pasando
por ese sitio, como si nada hubiera cambiado, como si nunca se
hubiera ido el mendigo, porque aún continuaban sin mirar aquel sitio
vacío.
Nadie fue al velorio, nadie reconoció su cuerpo. Su tumba
no llevaba nombre ni fecha de nacimiento. Nadie dejó caer una
lágrima, ni rogó que no se vaya, implorando al cielo que era
injusto que nos dejara. Nadie dejo caer una flor por aquel hombre sin
suerte, que fue un niño y pudo haber sido tu amigo.
Ese hombre
que murió solo, pero vivió contigo, allí en esa esquina rota,
sucia, vieja y -ahora- sin mendigo.
:( Qué relato más triste. Pero es bonito, mantiene el ritmo y permite que uno se identifique... Lo peor es que muchas personas viven a diario ese tipo de vida.
ResponderBorrar¡Buen texto!
Por cierto, soy tu seguidora 74º (bienvenidos a los septuagésimo cuartos Juegos del Hambre), te he conocido por Bloggers Literarios WSP. Si quieres, sígueme de vuelta ;P https://lacontraportadablog.blogspot.com.es/
¡Hola! Bienvenida al blog.
ResponderBorrarMe alegro que te haya gustado mi relato, gracias por tus palabras.
Visitaré tu blog pronto ¡Nos leemos!